Hablar con mujeres hermosas.

Se ha hecho viral la semana pasada un artículo de Reverte de 2007 donde, el escritor se describía a sí mismo como un coyote babeante y en celo al recordar a las grandes damas de antaño. El hombre se declaraba un gran admirador de la elegancia de aquellas grades divas. Pero en su artículo el no era demasiado elegante… Más bien todo lo contrario.

Para que no os pase lo mismo que a él, os dejo con la reflexión del periodista Roque For, sobre un artículo que explicaba como se ha de hablar a las mujeres bellas (vale, el artículo no hablaba exactamente de eso, pero como tal lo cuenta el gran Roque For). La verdad que este periodista nunca decepciona. Siempre acaba sacándote una sonrisa. Lo cuál no es necesariamente bueno, como descubriréis al terminar el artículo.

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Comentarios sin importancia

¿Qué expresión fisonómica adoptarían ustedes al hablar con una mujer hermosa?

Ha llegado el momento de confesar, bajando ruborosamente la vista al suelo, que hemos venido sustentando un criterio equivocado respecto de la expresión fisonómica que el hombre debe mostrar cuando dialogue con una mujer interesante.

Nosotros teníamos la desventurada idea de que la cara del hombre debía ajustarse precisamente a la índole del diálogo; es decir, que si se hablaba de amor no debía tener la misma expresión que si la conversación tuviese por tema la necesidad de intensificar la producción metalurgica en el Noroeste de España.

Bueno, pues vivíamos en el más transcendental de los errores. El escritor, señor Palomo, nos lo ha demostrado en una crónica más desconcertante que esos chalecos-camiseta que se llevan ahora.

«Para comprobar que no sabemos reír —dice el aludido escritor— basta sorprendernos en un diálogo con una mujer hermosa. Raro es el hombre de nuestro suelo que ante tal espectáculo no permanece lúbricamente serio o restalla en carcajadas, que son gritos del instinto animal.»

Claro está que el señor Palomo no ha pretendido plantear ningún problema de índole fisonómico-social. El señor Palomo ha escrito su crónica, sencillamente, para echarnos en cara que los españoles no sabemos reír. Pero, en contra de sus modestos propósitos, su trabajo literario viene a poner ante los ojos investigadores de los psicólogos el siguiente pavoroso problema: si en el caso en cuestión la seriedad es reflejo lúbrico y la carcajada, signo de instinto animal, ¿qué expreisón debemos dar a la cara? ¿Convendría acudir a la solución sonrisa? Estudiemos ligeramente el fondo de esta interrogante.

La sonrisa es una expresión intermedia entre la seriedad y la carcajada; algo así como el apeadero que nos ofrece la voluntad cuando por diversas causas no nos parece oportuno pasar del estado grave a la risa a todo trapo.

Pues si la sonrisa tiene un cincuenta por ciento de uno y otro estado de ánimo, es innegable que por partes iguales expresa lo lúbrico y lo del instinto animal. O lo que es lo mismo: que la solución sonrisa debe ser desechada apresuradamente.

Quedamos, por lo tanto, sin saber a que rostro quedarnos cuando dialogamos con una mujer hermosa.

Realmente el señor Palomo no ha meditado detenidamente sus palabras. De haberlo hecho, de buen seguro a su crónica le hubiesen salido canas en el fondo del tintero.

Nosotros, justamente alarmados, entre otras cosas porque mañana precisamente teníamos que hablar con una mujer de las que dejan caer una horquilla y nace un rosal, estamos viendo ya las consecuencias del estudio del señor Palomo:

—¡Pero Amelancia, por tus eminentes antepasados, repara que…!

—¡Infame, mal esposo! ¡Y yo que te creía más inocente que un eco de sociedad!…

—Vuelvo a asegurarte…

—¡Basta! Yo me atengo a lo que he visto. ¿Me negarás que anoche, cuando te sorprendí discutiendo con la criada sobre el mal efecto de las arrugas en los cuellos de brillo, estabas completamente serio?

—Pues naturalmente…

—Luego reconoces que eres un lúbrico. ¿Me negarás también que después soltaste una carcajada cuando la chica te hizo no sé qué pregunta

—Mujer, es que fue un golpe…

— Un golpe, ¿eh? Un hombre que ríe a carcajadas cuando dialoga con una mujer demuestra su instinto animal.

—¿Aunque discuta sobre las arrugas en los cuellos de brillo?

—Siempre. De modo que como yo no puedo seguir viviendo con un hombre de tales condiciones morales, te abandono…

—¡Pero Amelancia!…

—¡Instintivo!…

—Considera qué…

—¡¡Lubrificante!!

Señor Palomo, medite acerca de la responsabilidad que ha contraido. Y, de paso, vea el modo de remitirnos una copia de la cara que usted adoptaría al hablar con una mujer hermosa.

Ardemos hasta carbonizarnos en curiosidad.

Roque For